La manta (21)
*
Un padre casó a su hijo y le donó toda su
fortuna. Quedóse a vivir el padre con los recién casados, y así pasaron dos
años, al cabo de los cuales nació un hijo al matrimonio.
Fueron luego sucediéndose los
años, uno tras otro, hasta catorce. El abuelo, valetudinario ya, no podía andar
sino apoyado en su bastón, y sentíase sucumbir bajo la aversión de su nuera, la
cual era orgullosa y vana, y decía continuamente a su marido:
-Yo me voy a morir pronto si tu
padre continúa viviendo con nosotros. Me es imposible sufrir ya por más tiempo.
El marido se fue a encontrar a
su padre y le habló de esta manera:
-Padre, salid de mi casa. Ya os
he mantenido por espacio de doce años o más. Idos a donde queráis.
-Hijo, no me eches de tu casa.
Soy viejo, estoy enfermo y nadie me querrá. Por el tiempo que me queda de vida
no me hagas esta afrenta. Me contento con un poco de paja y un rincón en el
establo.
-No es posible, idos. Mi mujer
lo quiere.
-¡Que Dios te bendiga, hijo
mío! Me voy, ya que así lo deseas; pero al menos dame una manta para
abrigarme, pues estoy muerto de frío.
El marido llamó a su hijo, que
era todavía un niño.
-Baja al establo -le dijo- y
dale a tu abuelo una manta de los caballos para que tenga con qué abrigarse.
El niño bajó al establo con su
abuelo; escogió la mejor manta de los caballos, la más holgada y menos vieja,
la dobló por la mitad, y, haciendo que su abuelo sostuviera uno de los
extremos, comenzó a cortarla sin hacer caso a lo que el anciano, tristemente,
le decía:
-¿Qué has hecho, niño? -exclamó
el abuelo-. Tu padre ha mandado que me la dieses entera. Voy a quejarme a él.
-Obrad como gustéis -contestó el
muchacho.
El viejo salió del establo y,
buscando a su hijo, le dijo:
-Mi nieto no ha cumplido tu
orden: no me ha dado más que la mitad de una manta.
-Dásela por entero -le dijo el
padre al muchacho.
-No, por cierto -contestó el
rapaz-. La otra mitad la guardo para dárosla a vos cuando yo sea mayor y os
arroje de mi casa.
El padre, al oír esto, llamó al
abuelo, que ya se marchaba.
-¡Volved, volved, padre mío! -le
dijo-. Os hago dueño y señor de mi casa, lo prometo por san Pedro. No comeré un
pedazo de carne sin que vos hayáis comido otro. Tendréis un buen aposento, un
buen fuego, vestidos como los que yo llevo...
Y el buen anciano lloró sobre la
cabeza del hijo arrepentido.
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