Huellas doradas (26)
*
« Martín había vivido gran parte de su vida con intensidad y gozo.
De alguna manera su intuición lo había
guiado cuando su inteligencia fallaba en mostrarle el mejor camino. Casi todo
el tiempo se sentía en paz y feliz; ensombrecía su ánimo, algunas veces, esa
sensación de estar demasiado en función de sí mismo. Él había aprendido a
hacerse cargo de sí y se amaba suficientemente como para intentar procurarse
las mejores cosas. Sabía que hacía todo lo posible para cuidarse de no dañar a
los demás, especialmente a aquellos que quería. Quizás por eso le dolían tanto
los señalamientos injustos, la envidia de los otros o las acusaciones de
egoísta que recogía demasiado frecuentemente de boca de extraños y conocidos.
¿Alcanzaba para darle
significado a su vida la búsqueda de su propio placer? ¿Soportaba él mismo definirse como un
hedonista centrando su existencia en su satisfacción individual? ¿Cómo
armonizar estos sentimientos de goce personal con sus concepciones éticas, con
sus creencias religiosas, con todo lo que había aprendido de sus mayores? ¿Qué sentido tenía una vida que sólo se significaba
a sí misma?
Ese día, más que otros,
esos pensamientos lo abrumaron. Quizás debía irse. Partir. Dejar lo que tenía
en manos de los otros. Repartir lo
cosechado y dejarlo de legado para, aunque sea en ausencia, ser en los demás un
buen recuerdo. En otro país, en otro pueblo, en otro lugar, con otra gente,
podría empezar de nuevo. Una vida
diferente, una vida de servicio a los demás, una vida solidaria. Debía
tomarse el tiempo de reflexionar sobre su presente y sobre su futuro.
Martín
puso unas pocas cosas en su mochila y partió en dirección al monte. Le habían contado del silencio de la cima y de
cómo la vista del valle fértil ayudaba a poner en orden los pensamientos de
quien hasta allí llegaba.
En el
punto más alto del monte giró para mirar su ciudad quizás por última vez.
Atardecía
y el poblado se veía hermoso desde allí.
-Por
un peso te alquilo el catalejo.
Era
la voz de un viejo que apareció desde la nada con un pequeño telescopio
plegable entre sus manos y que ahora le
ofrecía con una mano mientras con la otra tendida hacia arriba reclamaba
su moneda.
Martín
encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la dio al viejo que desplegó el
catalejo y se lo alcanzó. Después de un rato de mirar consiguió ubicar su
barrió, la plaza y hasta la escuela frente a ella.
Algo
le llamó la atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del
antiguo edificio. Martín separó sus ojos de la lente, parpadeó algunas veces y
volvió a mirar. El punto dorado seguía allí.
-Qué raro -exclamó Martín sin
darse cuenta de que hablaba en voz alta.
-¿Qué es lo raro? preguntó el viejo.
-El punto brillante -dijo Martín- ahí en el patio
de la escuela -siguió, alcanzándole al viejo el telescopio para que viera lo
que él veía.
-Son huellas -dijo el anciano.
-¿Qué huellas? preguntó Martín.
-Te acuerdas de aquel día... debías tener
siete años; tu amigo de la infancia, Javier, lloraba desconsolado en ese patio
de la escuela. Su madre le había dado unas monedas para comprar un lápiz para
el primer día de clases. Él había perdido el dinero y lloraba a mares -contestó
el viejo. Y después de una pausa siguió -: ¿Te acuerdas de lo que hiciste?
Tenías un lápiz nuevecito que estrenarías ese día. Te arrimaste al portón de
entrada y cortaste el lápiz en dos partes iguales, sacaste punta a la mitad
cortada y le diste el nuevo lápiz a Javier.
-No me acordaba -dijo Martín-. Pero eso
¿qué tiene que ver con el punto brillante?
-Javier nunca olvidó ese gesto y ese
recuerdo se volvió importante en su vida.
-¿Y?
-Hay
acciones en la vida de uno que dejan huellas en la vida de otros -explicó el
viejo-, las acciones que contribuyen al desarrollo de los demás quedan
marcadas como huellas doradas…
Volvió
a mirar por el telescopio y vio otro punto brillante en la vereda a la salida
del colegio.
-Ese
es el día que saliste a defender a Pancho, ¿te acuerdas? Volviste a casa con un
ojo morado y un bolsillo del abrigo arrancado.
Martín
miraba la ciudad.
-Ese
que está ahí en el centro -siguió el viejo- es el trabajo que le conseguiste a
Don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica... y el otro, el de la derecha,
es la huella de aquella vez que juntaste el dinero que hacía falta para la
operación del hijo de Ramírez... las huellas esas que salen a la izquierda son
de cuando volviste del viaje porque la madre de tu amigo Juan había muerto y
quisiste estar con él.
Apartó
la vista del telescopio y sin necesidad de él empezó a ver cómo miles de puntos
dorados aparecían desparramados por toda la ciudad.
Al
terminar de ocultarse el sol, todo el pueblo parecía iluminado por sus huellas
doradas.
Martín sintió que podía
regresar sereno a su casa. Su vida
comenzaba, de nuevo, desde un lugar distinto. »
*
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario