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El secreto de Beppo Barrendero (13)
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“Aun cuando alguien tiene muchos amigos, suele haber
entre ellos unos pocos a los que se quiere todavía más que a los demás. También
en el caso de Momo era así.
Tenía
dos mejores amigos que iban a verla cada día y que compartían con ella todo lo
que tenían. Uno era joven y otro viejo.
Momo no habría sabido decir a quién de los dos quería más.
El viejo se
llamaba Beppo Barrendero. Seguro que
en realidad tendría otro apellido, pero como era barrendero de profesión y
todos lo llamaban así, él también decía que ése era su nombre.
Beppo Barrendero vivía en una choza que él mismo
se había construido, cerca del anfiteatro, a base de ladrillos, latas y cartón
embreado. Era extraordinariamente bajo e iba siempre un poco encorvado, por lo
que apenas sobrepasaba a Momo. Siempre
llevaba su gran cabeza, sobre la que se erguía un mechón de pelos canosos, un
poco torcida, y sobre la nariz llevaba unas pequeñas gafas.
Algunos opinaban
que a Beppo Barrendero le faltaba
algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír
amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era
innecesaria, se callaba. Pero cuando la
creía necesaria pensaba sobre ella. A
veces tardaba dos horas en contestar, pero a veces tardaba todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, había
olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía.
Sólo Momo
sabía esperar tanto y entendía lo que decía.
Sabía que se tomaba tanto tiempo
para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las
desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito,
pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.
Cada
mañana iba, antes del amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el
centro de la ciudad, a un gran edificio. Allí esperaba con sus compañeros, en
un patio, hasta que le daban una escoba y le señalaban una calle que tenía que
barrer.
A Beppo le gustaban estas
horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía
que era un trabajo muy necesario.
Cuando barría las calles,
lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a
cada inspiración una barrida. Paso -
inspiración - barrida. Paso - inspiración -
barrida.
De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después
continuaba su tarea: paso – inspiración
– barrida.
Mientras se iba moviendo,
con la calle sucia ante sí y la limpia detrás suyo, se le ocurrían
pensamientos. Pero eran pensamientos sin
palabras, pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a
duras penas se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo,
cuando se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella lo escuchaba a su modo, tan
peculiar, su lengua se soltaba y hallaba las palabras adecuadas.
-Ves, Momo -le decía, por
ejemplo-, las cosas son así: a veces se tiene ante sí una calle
larguísima. Se cree que es tan
terriblemente larga, que nunca se podrá acabarla, se cree uno.
Miró un rato en silencio a su alrededor;
entonces siguió:
-Y entonces se empieza a dar prisa. Y cada vez se da más prisa. Cada vez que se
levanta la vista, se ve que la calle no se hace más corta. Y se esfuerza más todavía, se empieza a tener
miedo, al final se está sin aliento. Y
la calle sigue estando por delante. Así
no se debe hacer.
Pensó durante un rato. Entonces siguió
hablando:
-Nunca se ha de pensar en toda la calle de una
vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar
en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que
en el siguiente.
Volvió a callar y reflexionar, antes de
añadir:
-Entonces
es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y
así ha de ser.
Después
de una nueva y larga interrupción, siguió:
-De
repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno
no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.
Asintió
en silencio y dijo, poniendo punto final:
-Eso
es importante.”
(MOMO, Michael Ende)
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