ANTE situaciones verdaderamente desagradables como las que llevan a la supresión de los signos cristianos en lugares públicos, no podemos menos que sentir el dolor de quien constata el desprecio o la minusvaloración hacia lo que para nosotros es la razón de vivir: Jesucristo. La Cruz recuerda constantemente el gesto de amor infinito que llevó al Hijo de Dios hecho hombre a dar su vida por quienes le ofendieron, le persiguieron y le llevaron a la muerte. Los cristianos, a ejemplo del Señor, sabemos que nuestra actitud en estos casos no debe ser pagar con la misma moneda. Al contrario, debemos procurar tanto la justicia como el perdón, aunque las acciones ordenadas a ello no siempre sean comprendidas. Asumir la cruz interior que supone para nosotros la campaña contra el crucifijo ha de ser la muestra más clara de que, como Jesucristo, no queremos la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Siendo el pecado una acción consciente y libre contraria a la voluntad de Dios por parte de quienes creemos en Él, cito las palabras de Jesucristo refiriéndome al error más que al pecado como tal, ya que nadie tiene autoridad para juzgar a los demás en su interior.
No queremos impedir ni recortar, en absoluto, los derechos que cada uno considera legítimos y propios. Pero sí que es responsabilidad nuestra, como de cualquier ciudadano capaz de reflexión y coherencia, advertir que no se gana la batalla de las libertades haciendo desaparecer a quien cada uno considera enemigo o simplemente distinto. ¿Qué ocurre con los sistemas educativos impuestos ilegítimamente por otras fuerzas sociales de las que no quedan excluidos los poderes públicos? ¿Condiciona más la presencia del crucifijo en el aula que la acción constante, persuasiva y ejercida con la autoridad del profesor y de un programa oficial, mediante la cual se inocula al alumno indefenso principios, formas de ver la vida y de verse a sí mismo y a los demás? ¿Por qué no se respeta la libertad del alumno para asistir a clase de religión si así lo quieren sus padres o él mismo? Lo cierto es que no es verdadero respeto a la libertad de educación poner la asignatura de religión en horarios especialmente incómodos o sin alternativa razonable y no discriminatoria. Donde y cuando ocurre así se incumple lo que está legislado en los acuerdos parciales entre el Estado y la Iglesia en España. Si se ponen dificultades a la enseñanza de la religión, libremente solicitada por quien puede hacerlo en cada caso y, al mismo tiempo, se imponen asignaturas que condicionan fuertemente al alumno en la visión de las relaciones personales, en el comportamiento sexual, en la visión del matrimonio, en el respeto a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, etc., no se está respetando la libertad que jurídica y gubernamentalmente se pretende respaldar cuando se suprime el crucifijo de la escuela porque lo han solicitado unos padres. Esta forma de actuar nos plantea otro problema tan sencillo y tan serio como este: ¿en un estado democrático, qué se entiende por 'mayorías' para determinar la línea de acción pública y de gobierno? ¿Qué pasaría si fuera un matrimonio el que reclamara la presencia del crucifijo allá donde se ha quitado? Me imagino la respuesta, y no quiero en absoluto dar pie a una cadena de reclamaciones que llevaría a un maremágnum de comportamientos sociales muy lejanos a la paz y al buen entendimiento social. Pero sí que quiero ayudar a que pensemos todos un poco más y superemos comportamientos que provocan enfrentamientos innecesarios. De momento se me ocurre que, obrando en la línea de suprimir en lugares públicos lo que pueda molestar a una persona o a un grupo muy reducido, debería desaparecer todo lo que es testimonio de la fe cristiana, verdadera raíz de España y de Europa, y que se encuentra ostensiblemente a la vista de todos en lugares públicos, y que son verdaderas obras de arte, expresión de una cultura muy significativa en la historia de un país. Según ese posible criterio, ¿se considera correcta la presencia de signos religiosos de otras confesiones antiguas o actuales y que se refieren solo a minorías sociales muy claras? ¿Por qué se considera respetuosa la presencia pública de elementos que comportan y manifiestan modos de pensar y de actuar que no son nada ejemplares para niños, jóvenes y adultos y que hablan de desórdenes morales perjudiciales para las familias, cualquiera que sea su creencia? Creo que no podemos llegar a formas simplistas o radicales en lo que se refiere a los elementos que inciden sobre la convivencia social. ¿En qué consistiría, si no, la tolerancia que tanto se exhibe verbalmente en nuestros días?
Quiero dejar bien claro que tomar actitudes cerradas, apoyados en que otros tomaron las suyas contrarias a estas, no lleva a ningún avance social, sino al cultivo de una ley pendular y a un revanchismo que no resuelve nada. Y, desde luego, si actuáramos así, no favoreceríamos un comportamiento educativo capaz de ayudar a entender el sentido de los derechos y las libertades fundamentales, y a defenderlas y disfrutarlas en una sociedad plural. La sociedad aconfesional no debe caer en el error de ser confesionalmente antirreligiosa. Pensémoslo.
SANTIAGO GARCÍA ARACIL
ARZOBISPO DE MÉRIDA-BADAJOZ
En HOY (Diario de Extremadura) -13.XI.2010 -
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