Con este título de sección de revista femenina quiero referirme a un descubrimiento que acabo de hacer en la escena de Marcos de la mujer que ungió a Jesús (Mc 14, 3-10). Aprovecho para recordar que en ninguna parte del texto se dice que ella fuera María Magdalena, personaje en el que, como en una muñeca rusa, vamos metiendo una detrás de otra a cada mujer que aparece en los evangelios. En esta escena aparece una mujer de identidad desconocida que ni se postró, ni derramó lágrimas, ni ungió los pies de Jesús, ni se los secó con los cabellos: entró en la casa donde se celebraba la cena “llevando un frasco de perfume de nardo puro muy costoso, rompió el frasco y se lo derramó sobre la cabeza”.
La critican, claro, los listillos que saben siempre lo que hay que hacer o dejar de hacer en cada momento pero Jesús, tajante, les corta el discurso: “¡Dejadla! Ha hecho una obra bella conmigo”. Tantos años leyendo el Evangelio y por primera vez me doy cuenta de que el adjetivo griego kalós significa “bello” además de “bueno”. Es decir, que el gesto de la mujer no es sólo un ejemplo de generosidad o de bondad sino de “belleza” y así se va a recordar “allí donde se anuncie la buena noticia”.
El término “belleza” atrae inmediatamente una asociación de imágenes para todos los gustos: Penélope Cruz paseando majestuosa por la alfombra roja; George Clooney tomándose una taza de café; un nuevo modelo de BMW; el color de las piedras de Salamanca; Mozart; un rostro de Modigliani; una pradera en los Picos de Europa; un capitel de Silos. O, en versión barata, cualquiera de esos Power Point llenos de atardeceres, playas, flores exóticas y bosques otoñales que nos atascan el correo.
¿Será esta la “belleza que salvará al mundo”? No es de extrañar el recelo de muchos ante la tendencia a camuflar lo cristiano bajo el envoltorio de una belleza light para no herir la sensibilidad de quienes confiesan: “Chica, qué quieres que te diga, a mí me da mucha más paz una imagen de Buda que la de un hombre crucificado…”
La belleza del gesto de la mujer apunta en otra dirección: el narrador se detiene primero con fruición en la calidad y el valor del frasco y del perfume, como si quisiera hacer aflorar nuestras reacciones espontáneas ante lo valioso: guardarlo, retenerlo, preservarlo, administrarlo con cuidado y precaución. Pero en seguida nos sobresalta describiendo el gesto de la mujer, claramente inadecuado e imprudente tratándose de un recipiente tan lujoso y de un perfume tan exquisito: “lo rompió” y “lo derramó”.
Qué derroche, qué desperdicio, cuánto despilfarro, qué afrenta para los pobres… Son juicios en los que podemos ver reflejadas nuestras ideas sobre un tipo de belleza que, pensamos, brilla y reposa en lo que es apropiado, conveniente, satisfactorio, provechoso y bueno; en lo que pertenece al orden del tener, poseer o conquistar.
La opinión de Jesús es otra: él encuentra la belleza en la acción excesiva, desbordante y carente de medida de la mujer, tan parecida a su manera de amar. Por eso le brinda el juramento solemne de que su gesto, nacido de la gratuidad del amor, va a convertirse en una profecía viva de la que todos podrán aprender.
Quizá en aquel momento, al mirar el frasco hecho mil pedazos sobre el suelo, había comprendido la parábola silenciosa que el Padre le narraba aquella noche: en aquel frasco vacío y roto, estaba toda su existencia convocada al vaciamiento y a la muerte.
Pero estaba también la promesa de que aquel perfume derramado y libre que él iba entregar cuando llegara su hora, iba a convertirse en la vida y la alegría del mundo.
Y en su extrema y paradójica belleza..
Dolores Aleixandre
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