El corro de la felicidad (40)
*
Un día, no
hace mucho tiempo, un campesino se presentó a la puerta de un convento y llamó
con fuertes aldabonazos. Cuando el hermano portero abrió el pesado portón de
roble, el campesino sonriente le enseñó un magnífico racimo de uvas.
- Hermano
portero, -dijo el campesino- ¿sabes para quién he traído este magnífico racimo
de uvas, el más hermoso de mi viña?
- Quizás para
el abad o para otro padre del convento.
- No. Para
ti.
- ¿Para mí? –
El hermano portero se puso rojo de contento.- ¿Lo has traído precisamente para
mí?
- Claro.
Porque te has portado siempre conmigo como un amigo y me has ayudado siempre en
lo que te he pedido. Quiero que este racimo te dé un poco de alegría.
La alegría
sencilla que brotaba espontánea en el rostro del hermano portero se reflejaba
también en el campesino.
El hermano
portero colgó el racimo de uvas bien a la vista y lo estuvo contemplando toda
la mañana. Pero de repente le vino una idea: ”¿Por qué no llevar este racimo al
abad para darle un poco de alegría también a él?”.
No lo pensó
dos veces, cogió el racimo y se lo llevó al abad. El abad se alegró de verdad.
Pero se acordó de que había en el convento un fraile anciano que estaba enfermo
y pensó: “Le llevaré el racimo, así se aliviará un poco”.
Así el racimo
de uvas emigró de nuevo. Pero no se quedó mucho tiempo en la celda del fraile
enfermo. Este pensó que el racimo sería una delicia para el hermano cocinero,
que pasaba todo el día sudando en la cocina junto al horno y al fuego, y se lo
hizo llevar. Pero el hermano cocinero se lo regaló al hermano sacristán, por
darle un poco de gusto también a él. Y éste se lo llevó al hermano más joven
del convento, que se lo pasó a otro, y a éste le vino la bonita idea de pasarlo
a otro. Hasta que, de fraile en fraile, el racimo de uvas volvió al hermano
portero para alegrarle la vida también a él. Así fue como se completó el corro.
El corro de la felicidad.
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